2.21.2017

Miércoles en el infierno

Un miércoles abrí los ojos en el infierno. Fox estaba muerto. Dante y Guevara intentaban parar una hemorragia en el cuello de Cooper, pero poco había que hacer. Al intentar incorporarme descubrí que tenía restos de metralla en la pierna, pero podía caminar. Los oídos me pitaban y tenía la sensación de estar cubierto de sangre. Luwati, el comandante de mi unidad, se acercó a mí con una especie de trapo al tiempo que sujetaba uno parecido en su cabeza. — Ponte esto en la pierna. ¿Puedes andar?. El equipo de Malik está en camino, pero los tanques de daesh ya casi están encima. — Creo que sí — Respondí— ¿Cuántos son?. — No los suficientes, venga, arriba, acércate a Fox y recoge el lanzagranadas, tenemos que ganar tiempo. Me acerqué como pude, cojeando y aguantando las ganas de vomitar, al cuerpo destrozado de mi amigo, y recogí el GL06 de entre sus tripas. Asomé la cabeza valiéndome del brazo para no besar la arena y pude ver al menos tres T-55 descargando proyectiles sobre la compañía americana que nos acompañaba. Miré hacia atrás para comprobar que mis compañeros seguían con vida y apunté por la mirilla. Habría como unos doscientos metros hasta el blindado así que intenté calcular la caída del proyectil como pude y disparé un par de granadas. La buena noticia era que la mayoría de los carros soviéticos que utilizaba el Estado Islámico habían tenido una larga vida y su blindaje estaba muy desgastado. Con el primer impacto, el blindado paró en seco, y con el segundo explotó en mil pedazos, matando o hiriendo a unos cuantos combatientes que estaban a su alrededor. 2 El ruido era una orgía macabra de las peores sensaciones humanas: los gritos de los heridos, por el dolor, los gritos de los que intentan ayudarlos, el ensordecedor sonido de las ametralladoras y los fusiles descargando fuego por todas partes. Alguna bala perdida, que si bien no es especialmente ruidosa, el horror que provoca escuchar una de esas silbar cerca de uno es inconmensurable. El terrible ruido de los tanques y sus cañones, y el temblor de la tierra al estar cerca de uno. Escuché a los americanos que se aproximaban por el flanco pero Daesh estaba encima. Pude oír a Luwati encomendarse a Alá y sacó una granada de su cinturón. Era un hombre tan valiente que me sentí culpable de tener tanto miedo. Mi última granada. Recordé haberla utilizado para intentar paralizar uno de los blindados. Estaba determinado a no dejarme coger con vida, pero no tenía con qué hacerlo. Saqué la pistola, temblando. Mi vida se había acabado y era totalmente consciente, y las gotas de sudor caían por mi frente sobre la mira metálica del arma. Accioné la pistola y el cargador se deslizó sobre mis piernas, malheridas. ´´Me quedan seis disparos´´. Pensé. ´´Cinco por el pueblo kurdo, la última para mí´´. Luwati se me adelantó. Había cuatro soldados de la yihad a menos de dos metros de la línea defensiva, cuando mi comandante dejó caer la anilla de su granada junto a mi, se incorporó con un resorte y gritando algo que no logré entender, se abalanzó sobre las bestias dejando una humareda y su propia vida en el camino. Dante se acercó a mí, cargando el aún caliente cadáver de Cooper. — La brigada americana ha conseguido abrir una brecha para que podamos salir con los heridos. Lo que no saben es que no hay heridos. No queda nada. ¿Puedes correr?. Me impactó que no me preguntase ´´¿puedes andar?´´ sabían perfectamente que no podrían cargar conmigo, y hasta yo lo sabía. 3 — Sí. Hemos ganado algo de tiempo, ¿y Guevara? Apareció detrás de Dante, arrastrando lo que quedaba de Fox. Corrimos unos trescientos metros, hasta que las balas volvían a silbar a nuestro lado. Supimos entonces que los chicos de Minnesota habían caído, y supimos también que había muerto demasiada gente como para dejarnos capturar. Corrimos durante al menos veinte minutos a través de una tierra baldía mientras proyectiles venidos del mismísimo infierno nos arrancaban trozos de la tela de las cazadoras. Uno de ellos impactó en la cabeza de Cooper, produciendo un sonido que a día de hoy me produce una angustia infinita. Dante, que estaba empezando a sufrir una crisis nerviosa, dejó caer el cadáver de su mejor amigo al suelo, impotente y maldiciendo hasta el último pedazo del cielo y de la tierra. Guevara hizo un alto para hacer entrar en razón a un cada vez más histérico Dante. Yo comenzaba a ponerme nervioso; no teníamos nada que hacer ahí, no teníamos munición, ni refuerzos. Por no tener no teníamos ni un sitio al que ir, ni órdenes ni tampoco un maldito mapa. Empecé a entender a Cooper y me guarnecí tras una gran roca sacando mi cuchillo. ´´Sigo teniendo una bala´´. Solía recordarme cada cierto tiempo. Escuché el acongojante silbido de un mortero que iba a caer cerca. La explosión movió varias laderas del barranco en el que empezábamos a adentrarnos. El incidente me roció la cara de grava y fue entonces cuando recuperé el control sobre mí mismo. — ¡Corred! ¡Por el barranco no nos podrán seguir si siguen descargando morteros!. Tras esto caí en la cuenta de que recuperé el control sobre mí mismo y sobre Guevara, pero Dante seguía enloquecido, lanzando piedras, y comprendimos que no quería seguir huyendo. Ya había tenido suficiente. En ese momento, aquel chico, de apenas veinte 4 años, que pensaba que la zapatería de su madre no era para él, decidió enfrentar al mayor horror que el mundo haya conocido, solo él y su rifle, y su maltrecho hombro en su maltrecha figura, poseído por el espíritu que sólo el que empuña un arma por sus ideales es capaz de entender y venerar, afrentó a la bestia mirando a la muerte a los ojos, con unos ojos, sus ojos, que hasta la parca misma habría temido, hasta que finalmente y temblorosa, ésta sacudió su guadaña. Tuvimos que dejar a Fox también ahí. Pensar en lo que esas alimañas harían con el cuerpo de nuestros hermanos. Pensar no ayudaba, sólo había que correr. Era miércoles y hacía exactamente cincuenta y un miércoles que me presenté en las afueras de Alepo, cuando Luwati fue ascendido a capitán y Fox conservaba las tripas en su sitio. Me vió aparecer, arrastrando mi mochila y con las zapatillas que traje de casa desatadas, se acercó a mí y en un inglés muy básico me dijo que mi única obligación con él era no morir o dejarme capturar. — Eso sería lo fácil, y aquí lo fácil no sirve. Qué estúpido me sentí. Estaba rodeado de gente que su única opción era la guerra, y yo un voluntario. Era extraño. Por un lado los civiles nos miraban como a héroes, pero por otro lado se sentían temerosos, en cierto modo desconfiados. Y era lógico, ningún extranjero les había puesto las cosas fáciles. Tenían razón. Lo fácil sería morir. La única facilidad que los extranjeros habían traído al pueblo kurdo. Luwati era un profesor de Historia antes de la guerra. Fox entrenaba un equipo de baloncesto en Galway y Cooper era uno de los médicos de toda Tesalónica. Pero no fueron los únicos que cayeron ese día. 5 Horas antes de la emboscada, en un hospital muy lejos del frente murió Eddie. Creo que era una especie de mecánico. No estoy seguro, no hablaba demasiado, pero se le daban genial todos esos cacharros que tenían en el cuartel. Cada uno veníamos de un lugar diferente, y casi ninguno hablaba inglés, pero éramos una familia. Una vez un periodista ruso que vino a pasar unas horas al cuartel de Mosul me preguntó si entre todo aquel caos y en medio de todos esos horrores había algo bueno. No supe responder, porque la ira y el deber me cegaban demasiado, y no presté más atención al tema. Pero episodios como el de aquel miércoles me hicieron reflexionar. La guerra es lo peor que existe en este mundo, pero el hecho de que existan personas capaces de arriesgar su vida por una causa justa es de lo más bello que tiene la humanidad, y ahí estábamos. Un grupo de gente normal, con profesiones normales, en el sitio más surrealista y aterrador en el que un grupo de gente normal, con profesiones normales pueda estar, formando una familia, un vínculo eterno entre hermanos y hermanas, haciendo frente al terror y la tiranía. Buen viaje, camaradas.

12.23.2016

Introspección Divagatoria Basada en Hechos Reales

I

El cursor de la pantalla, parpadeante, y mi infinita impaciencia hacían mella en mi moral, mis ojos y mis uñas, que a base de mordiscos cambié el paradigma de su existencia. De existentes a inexistentes.  Aún así insistí. Saqué un pitillo del cajón, el dichoso cajón de la mesa, que siempre me araña con un clavo suelto y que parece tener un detector de tilt  en los momentos clave.
El reloj del móvil me invitaba a ir a dormir, pero estaba demasiado frustrado para hacerle caso, y después de cenar me hice prometer que escribiría algo, y a esas alturas ya me daba igual lo que sea, solo quería ir a dormir y dar a mi conciencia algo con lo que calmarse.


Eres el mal,
si quieres,
eres perfección,
entre mis sienes.


A la mierda.
El humo grisáceo del cigarrillo colapsaba toda la habitación hasta límites absurdos. Y tosí.
Empecé a fumar por acompañar otros vicios sanos como echar un buen polvo. Y, justicia poética. Aquel año lo que no me gasté en condones fue ido a parar a las arcas de Lucky Strike, y a ese paso me hacían accionista honorífico.
Y no me avergüenzo, ¿sabéis? aquel año hubieron obispos menos célibes, y yo, casto y puro me agarré a mi acuciante bloqueo buscando juntar un par de palabras que me pagasen el alquiler. Supongo que no debí dejar la universidad. Ahora sería un estupendo ladrillo en un muro multinacional por veinte mil al año. Y es probable que pudiese tener una casa para mi solo.
No es que me queje de mis compañeros de piso, al principio eran muy majos, pero el ácido les pasó  factura y entonces estaban más colgados que mis huevos, que por cierto parecían el cojín rojo y mullido que sostenía  mi salchicha del amor.


Antes de dar por terminado el día, agarré el móvil para ver si otra alma cándida se manifestaba en Twitter. Y no, claro que no. Suelo olvidar que la gente tiene una vida.
Así que más perezoso que corto, y tambaleándome, me atusé el bigote. Y me desplomé en la cama buscando en la almohada el consuelo que tan raro me hace sentir y empecé a pensar en el futuro.
Y los pensamientos acabaron fluyendo en un torrente de sueños y ronquidos, dice el clamor popular, aunque yo no ronco; soñaba con Marta, y con el día que se fue, soñaba con el futuro y soñaba con arañas, para no variar. Mi subconsciente siempre sabe lo que me gusta, y hace lo posible por hacérmelo ver.
Putas arañas.

Para cuando desperté, Marcus y Paul ya estaban comiendo y su velada, amenizada cortesía de Bob Esponja. Sabía que era Bob Esponja porque eran las cuatro. A las cuatro era la hora a la que mis dos compañeros hacían su cuarta comida del día, después del cuarto peta de la jornada, y porque les encantaba ver Bob Esponja cuando están colocados, que es la mayor parte del tiempo. Aunque yo también, por lo que ahora que lo pienso me siento un poco hipócrita. Hay quienes los envidia, pero es porque no los conoce. Detrás de tanta droga y tanta risa despreocupada esconden mucho dolor. Supongo que por eso somos tan buenos amigos; el dolor une a la gente. Es el gran pegamento que sostiene la humanidad, tanto, que creo que hay males que son necesarios. Es la muerte de alguien la que hace que familias se reconcilien, es un atentado lo que hace que las masas se unan, olvidando todo lo demás.
Pero tras esta fachada de fraternidad sólo hay humo. Cuando uno recibe una noticia, ya sea buena o mala, se preocupa o se alegra, según se dé el caso, durante unos segundos por los implicados, pero después uno empieza a pensar cómo le afecta a él. Porque Plauto, y siglos después, Hobbes, decían que el hombre es un lobo para el hombre. En mi opinión el hombre es un lobo. Sin más. Solitario, individualista. Pero somos seres individualistas que no sabemos vivir en soledad, porque moriríamos; por lo que la evolución nos compensa con egoísmo.
Necesitamos a otros seres humanos, nos guste o no, para trabajar, entretenernos, sobrevivir.
Y también porque, para qué nos vamos a engañar, una paja nunca es suficiente.
La cuestión es que había quedado con el capullo de mi editor en un par de horas y no me apetecía salir de casa; lo único que quería aquel día era sentarme frente al maldito ordenador y, para no variar, quedarme frente a él sin hacer nada y volver a la cama para seguir compadeciendome.


El móvil empezaba a sonar, lo que quiere decir por lo general que es demasiado tarde para echarme atrás. Me dirigí hacia el armario para agarrar la primera camisa arrugada que encontrase y unos pantalones que no me diesen demasiado calor. Solo quería estar cómodo.

II

— He venido sin muchas esperanzas de que me trajeses algo nuevo.
— ¿Y qué esperabas?
— Esperaba al menos que te ducharas. Apestas a tabaco.
Y era verdad. Cuando estoy deprimido lo último que me preocupa es mi propia higiene. El muy cabrón siempre viene trajeado y oliendo a rosas. Somos la perfecta simbiosis entre el sofisticado hombre de negocios y el mendigo borracho con algo de talento. Nos ha funcionado relativamente bien estos años, aunque su condescendencia me jode como el primer día.
— Y yo esperaba pasar el día retozando y odiándome por no escribir. Y quizás echar un polvo.
— Vaya. Ya era hora de pasar página. Me alegro.— me dijo con su habitual tono paternal, lo que me cabrea.
— No, joder, no puedo pasar página. Menos aún sin escribir. Mi vida ahora mismo es como un chorro de mierda caliente y líquida que me cae por el pelo. Cuando Sarah se fue con sus padres escribía para pasar página, ahora las páginas están pegajosas y no puedo pasarlas— .


— Como a los quince años.  
Conforme terminaba mis absurdas divagaciones la camarera tosió detrás de mí, probablemente por el asco que pude haberle producido. Odio cuando pasa esto, no se puede juzgar una conversación fuera de contexto. Estoy seguro que si la hubiese escuchado del todo me habría escupido en la cara. Y es extraño pero imaginarlo me ha puesto un poco cachondo.  
— Un whisky para mí y una viagra para el caballero. No te ofendas, cariño. Se la pondrías tiesa incluso a mi abuela, pero mi querido editor necesita ciertos químicos para reaccionar como debería. — Noto cómo ha cambiado de parecer. Soy sincero conmigo mismo, sigo dándole asco, pero es muy probable que ahora quiera que sea yo el que le sirva un trago.
— ¿Es así de gilipollas siempre o es sólo porque hay público? —Espetó, mirando a mi agente, al que una vez más he sacado los colores. Definitivamente estoy cachondo.
— Vaya. Te pido disculpas, bella dama. No quería ofenderte, aunque en realidad me da igual. Pero tú también lo has hecho así que espero una disculpa por escrito, quizá con tu teléfono en el reverso.
— Robert...
— Vale, me portaré bien. Pero lo de la viagra iba en serio.
Jackson  empezaba a ponerse nervioso, nada fuera de lo normal, ya que provoco ese efecto en la gente, así que decidí callarme que ya era hora.
— Mira..te había llamado para hablar sobre tu nueva novela, pero veo que ni siquiera te has planteado empezarla. No puedes seguir así, colega. Yo te aprecio, eres un gran tío, aunque te empeñes en demostrar lo contrario, pero todo tiene un límite.
— ¿Un límite? No seas un gilipollas conmigo, Jackie, sabes que estoy pasando una mala racha. Desde que se fue Sarah.. — Jackson se levantó con resorte, algo que os garantizo que no es habitual, y con su interminable dedo índice me apuntó a la cara.
— No puedes seguir culpando a Sarah de dejarte. Mírate, joder. Eres autodestructivo, inmaduro e incapaz de tomarte nada en serio. ¿Sabes que yo dependo de ti para pagar mis facturas? Madura un poco, gilipollas, porque no se trata sólo de ti.
— Vaya.
— Lo siento, ¿vale? pero creo que alguien tenía que decírtelo. Tienes que levantar la cabeza y seguir escribiendo. Vales para esto, joder. Pero vas a tener que buscarte un trabajo como no sientes tu puto culo en una silla y empieces a escribir.  Así que vete a casa, saca la cabeza del culo y ponte a escribir. Te llamaré en un par de semanas, entretanto, si necesitas algo llámame.


Antes de que pudiese replicar con algún chascarrillo condescendiente, se levantó y me dejó ahí. Será cabrón. Supongo que tiene razón en algunas cosas. Supongo que no se me da mal escribir.  Pero odio la presión. Hay quien trabaja mejor con presión, marcándose metas, pero yo no. Mi mente es explosiva; escribo un libro en dos semanas o en dos años, no tengo término medio.
´´Necesito un abrazo´´, pensé, mientras me frotaba la cara con las manos y pensé en Sarah. Pensé en lo que tenía. Pensé en el día en que se marchó y pensé en qué estaría haciendo en ese momento. Pensé en mi suerte y en la suerte del que la tenga. Pensé y pensé y no me compensaba, pero tenía que hacerlo, era mi castigo.
Cuando aparté las manos de mi cara, ví el whisky que pedí hacía ya un rato, junto con un post it, con un ´´lo siento´´, escrito con una caligrafía preciosa, cursiva y un trazo exquisito. Yo siempre quise tener una caligrafía bonita, pero nací con un par de manos derechas.
En el reverso del trozo de papel quizá estaría el número de un señor de Alabama, pero si la fortuna me sonreía, podría ser el teléfono de la camarera, a la que vi irse con un contoneo abrumador. Dat ass.
Me dio por reír y no es para menos. Estaba pasando una mala racha, o eso decía mi editor. No me apetece hablar de eso.


III.

No creo que sea el único al que le pueda sonar así. Es decir, no es tan raro, ¿no?. Quisiera pensar que no estoy tan enfermo, pero siempre suena como si estuviera batiendo huevos. Aunque claro..
Otra vez ese contoneo. Pero esta vez en otro contexto; el día anterior en la cafetería , hoy en mi pasillo. Ayer esa falda indescriptible. Hoy, tampoco hay palabras.
Sin embargo estaba demasiado colocado para fijar mucho la vista y ya había visto suficiente. Sabía que debería de ponerme a escribir, con la cabeza en una nube y mis genitales echando humo, pero por lo pronto decidí que iba a quedarme un ratito más ahí.
He de reconocer que en una profesión como la mía el tiempo libre es lo que impera, aunque es como hacer los deberes el resto de tu vida, y si no lo llevas con disciplina, te conviertes en un niño mimado. Y al paro, claro.
La cuestión es la siguiente: me había quedado dormido, y contra todo pronóstico, sueño con Sarah de nuevo. Esta vez la veía muy nítida. Cómo me gustaría tener un sueño como los de las películas, calmado, etéreo y evocador, pero me temo que en la vida real estas cosas no son así. La beso, discutimos, llora, se va; yo espero, salgo al descansillo, y este se ha convertido en el pasillo de un centro comercial. Corro y grito su nombre, pero no hago más que tropezar cuando la veo, y para cuando levanto ya no está.
Entonces caigo otra vez, y hay un espejo en el suelo. Y me miro. Y siento pena. Tengo la mirada perdida y estoy despeinado como sólo yo sé estarlo. Estoy sudando y huelo mal; necesito una ducha, o dos, después de todo. Pero continúo levantándome y tropezando, hasta que me mareo, y ya no estoy en el centro comercial. Veo a un señor, de unos doscientos años, vestido con una camisa de un azul obsceno — ¿obsceno por qué? porque es un sueño— , unos pantalones pesqueros de color beige y unas sandalias de cuero marrón que de viejas que son parecen estar hechas con la piel sobrante de su escroto.  — Se llama Santiago y es pescador. Se llama Santiago y es un panadero. — Yo intento preguntar por Marta, y la veo, y me caigo, y ahora estoy en un lavabo.
Al menos ya no me caigo, y miro al espejo y sigo viendo a ese tipo con la mirada perdida y despeinado como sólo yo sé estarlo, pero ahora he empezado a masturbarme y necesito no una, ni dos, ni tres, sino tres duchas. Pero es placentero.
Y despierto.
Sobresaltado, por supuesto, pero el placer onanista que sentía en el sueño se había vuelto real, y escuché un grito ahogado, como si alguien comiendo un filete se asustase. Y salió de debajo de mis sábanas, que también necesitan una ducha; mi nueva amiga. Más asustada que yo, al parecer, pero en una actitud mucho más animosa.
— Lo siento. Una pesadilla.
Podía notar, y hasta oler desde mi posición privilegiada  el cabreo que la habilidosa muchacha iba a emprender conmigo.
— ¿Estás de coña?. — Se levantó, dejando al descubierto aquellas dos maravillas, que hicieron de mis delicias durante las mágicas horas de nuestro feliz encuentro, se tapó con la sábana, dejándome al descubierto a mí y a un falo decepcionado por la brevedad del servicio.
— Sabía que eras un capullo, ¿pero tanto? ¿Quién se queda dormido mientras se la chupan, puto gilipollas?.
— En mi defensa diré que ya estaba durmiendo cuando empezó la fiesta, así que técnicamente, me debería de enfadar yo y preguntarte, ¿quién se la chupa a un tío mientras está durmiendo, puta gilipollas? aunque sería hipócrita por mi parte, y alabo tu iniciativa. Deberías trabajar en otro sitio, puedes aspirar a mucho más que a ser una camarera, ¿lo sabes, no?.


Tienes dotes de mando, carácter. Vive Dios que tienes iniciativa. Y además eres preciosa y cuando te enfadas mi salchicha se siente rara y feliz al mismo tiempo y, sé que eso no es importante, pero al diablo con lo políticamente correcto, sólo existe el presente, y sólo estamos nosotros por ahora así que, ¿a quién coño le importa?. — Ahora es cuando ella, aún desnuda y deslumbrándome con ese torso, esculpido por Miguel Ángel, y pintado por el puto Van Gogh, me sacude hasta las muelas del juicio de un puñetazo. Pero me equivoqué, porque tiró la sábana al suelo y sonreía, y mis tripas se sacudieron, porque teníauna sonrisa increíble y no me había fijado, y porque mientras me miraba y me sonreía,  sacó un condón como por arte de magia y se lo pone entre los dientes, tentando a la suerte aunque a esas alturas le podían dar por el culo, porque está claro que la suerte está de mi lado. Mi pequeño compañero se llenó de gozo  por los acontecimientos, y la cosa se ponía cada vez más seria conforme el dichoso plástico lo envuelve y se introduce en los paradisíacos confines de esa vagina perfecta.
Y yo, pobre diablo condenado al más terrible de los placeres terrenales, no podía hacer otra cosa que dejar de resistir la tentación y recostarme, mientras ella con sacudidas suaves y rápidas, me hace sentir Julio Verne viajando al centro de la Tierra o hacia la Luna, aún no lo he decidido.

La chica dormía a pierna suelta, por lo que decidí coger una cerveza del frigorífico y sentarme frente al ordenador, por fin. Pero pasó una hora, y dos, y tres, y seguía en blanco, algo normal pues no me llega sangre al cerebro y bendito sea, porque ya me hacía falta. Con desgana cogí el móvil y pedí algo de comida china, después de casi quince minutos intentando explicar al chino de coge el teléfono lo que quería. Con la cantidad de chinos que hay en ese sitio y que hablan inglés a la perfección y tienen que poner al recién llegado a apuntar comandas.
— ¿Qué haces? — Una sexy y relajada voz asomaba por el marco de la puerta. Cuando alcé la vista, la ví. Y cuanto más la veía menos sangre llegaba a mi cerebro. Tenía el pelo corto, negro como el tizón y llevaba puesta mi camisa de franela de cuadros, al parecer si nada debajo. No sé por qué a los tíos nos gusta tanto que una chica se ponga una camisa nuestra. Será porque somos tíos y cualquier cosa que una chica se ponga (o se quite, preferiblemente) nos encanta.
— Intento escribir algo pero me has dejado sin energía.  He pedido algo de comida china, ¿te apetece?.
— En realidad tengo que irme a trabajar. Y llego tarde, Tengo que ducharme.
— Bien. — La vi irse otra vez. Otra vez por el pasillo. Otra vez ese movimiento.
— ¿Vienes o qué?— Insiste.
Y joder que si voy. Ya no tanto por mi vicio (in)sano de practicar sexo con chicas preciosas sino porque necesito una ducha. Y por mi vicio de practicar sexo con chicas preciosas.

IV.



La veo haciendo las maletas. Ella llora, yo fumo. Nuestra tónica habitual cuando discutimos, pero esta vez es algo más serio.
Cuando me da con la puerta en las narices me doy cuenta, demasiado tarde y demasiado gilipollas, para no variar.
Me he esforzado tanto por conservar mi ego en su inmenso pedestal que he terminado por olvidar la razón por la que ese ego se encuentra ahí. Y no es para menos porque conseguir estar con ella era mi mayor meta.
Algunos niños quieren ser astronautas y otros quieren ser actores porno, pero yo desde niño la quería a ella.
La veía en el recreo, desde un rincón porque sentía que si me acercaba mucho se rompería. Y no es porque ella fuese débil. Era la persona más fuerte que había conocido, mucho más que yo, y eso me gustaba.
Sabía que en un futuro iba a necesitar a alguien que lidiase con mi hedonismo autodestructivo, pero todo tiene un precio y un colmo.
El precio que pagué es que mi vida entera era ella, y el vaso se colmó con mi estupidez.
Había publicado mi primer relato en una revista y ya me sentía como el puto Stephen King, y claro.
Es decir, es entendible hasta cierto punto que eso me subiese los ánimos, y creo que no me comporté demasiado capullo esos días. Pero sí que recuerdo que la sencilla sensación de éxito me hizo pensar que mi valor era suficiente para conservarla, hiciese lo que hiciese.
Pero como podréis imaginar, no soy una persona demasiado inteligente. Al poco tiempo tuvimos el incidente que desencadenó la muerte de mi paz espiritual y vuelta a empezar con el hedonismo autodestructivo.
Si es que cuando la cabra tira al monte.. Hay momentos en los que creo que es mi destino; ponerme mis mejores galas y caminar cantando en mi última medianoche hacia el caos, quizá una canción de Radiohead. La única que conozco. La que conoce todo el mundo. Pues esa.
Íbamos a cambiar el mundo y lo quemaría por empezar de cero.


Literalmente, elegiría vivir sobre las cenizas a esta desazón, sin dudarlo.


Hace las maletas y se larga, dejándome a mí, y a su infelicidad conmigo, y un rastro de relatos que al parecer me han hecho famoso en media Europa.
Creo que ahora está con alguien, aunque no lo tengo por seguro, o no quiero tenerlo.
Yo voy a ser sincero con vosotros. La mayor parte de las personas dicen aquello del ´´Let it go´´. Si la quieres, déjala ir, si ella es feliz así..y todas esas vainas.
Por lo general, como ya os he contado, el ser humano es egoísta por definición biológica. Yo quiero ser feliz, sinceramente, y sé que ella me hace feliz, por lo que lo de dejarla ir se me hace un poco estúpido.
Que ella sea feliz independientemente de que esté conmigo o con un soplapollas de medio pelo, es importante, por supuesto, es parte de su luz y su encanto; la felicidad que desprende sin apenas despeinarse. Pero de nada me sirve que alguien sea feliz si yo no lo soy.


— ´´Qué cerdo´´. — Pensaréis más de uno y de una. Y lo entiendo, pero hace unas horas estaba dando por el culo a una semidiosa en mi pie de ducha y es probable que ahí no lo hayáis pensado, enfermos.















Pizza para tres



Estábamos colocados como nunca y el sol me acariciaba los hombros con sus cancerígenos dedos. Tony se había colgado por los pies de un columpio que había cerca de la piscina, mientras Dorothy, la perra de Bobby, le lamía la cara.
Bobby había renunciado a su bañador y buceaba buscando su pulsera favorita. Yo flotaba ajeno a sus quehaceres sobre una colchoneta de promoción de una ortopedia, cuyo dueño, imagino, tenía un gran sentido del humor.
Hacía siglos que no estaba tan en paz y la brisa y Bob Dylan lo acentuaban; había quedado con Layla esa noche para tomar una copa y necesitaba anestesiarme.
No me malinterpretéis, sin embargo, porque era una chica fantástica y preciosa; hasta que empezaba a hablar.
Tenía una voz horrible, entre aguda y forzada, como cuando alguien intenta imitar a un actor de doblaje, pero al natural. La muy imbécil.
En cambio tenía gestos, miradas, y un sinfín de detalles que a ratos me volvían loco.
También tenía un culo que era para enmarcar, pero estoy totalmente seguro de que no salía con ella por eso.
Y si fuese así, ¿qué más da?. Ella sólo salía conmigo porque había leído mi primera novela en el instituto y me veía como a una especie de mesías del amor espontáneo y la prosa vacía y carente de mensaje.


— ¿Cenamos?
— Son las seis de la tarde.
— Pero yo tengo hambre.


Apurando el poco cigarrillo que me quedaba entre los dedos, escuchaba a mis dos amigos tener una de las conversaciones más absurdas que he tenido el placer de presenciar en toda mi vida.


— Yo también tengo hambre. ¿Cenamos?.
— ¿Ahora? No sé, colega, es pronto.
— Nunca es tarde si la dicha es buena.
— La pizza es buena.
— La pizz..es la..olvídalo. Conway, ¿te apetece comer algo?.


La pregunta de Bobby me hizo dudar. Me dí cuenta que no sería muy difícil ponerme cualquier cosa y conducir hasta la pizzería del puerto, que sólo estaba a ocho millas. Era miércoles, y los miércoles abrían su buffet libre de pizzas por un puñado de dólares.


— Guay.

Tras algunas dificultades, Tony se deshizo de Dorothy y Bobby consiguió ponerse unos pantalones, así que cogimos la vieja camioneta de la difunta abuela de Bob y condujimos de forma responsable desde las afueras de Green Valley hacia el puerto de Heavenway, que, según mi impresión ennegrece absolutamente todo lo que hay a su alrededor.
Era verano, y hacía mucho calor en Green Valley, en las montañas, un día perfecto para nadar; pero cuando llegamos al puerto de la ciudad, estaba nublado. Siempre está nublado en Heavenway, y un aire frío recorría las calles.
Y yo en mangas de camisa, y con la cabeza como un tiesto, me aferro a la esperanza de que les quede pizza barbacoa. Por lo general no me gusta, pero el paladar de un hombre expuesto a los inconmensurables placeres del THC es un paladar distinto al de un hombre sobrio.


Pusimos un par de pavos en el limpiaparabrisas a modo de ticket, ya que los parquímetros los arrancaron los psiconautas  para meterse media micra de perico mal cortada, y anduvimos tres o cuatro manzanas hasta la pizzería.
Como siempre, el marketing barato nos jugó una mala pasada. En hora y media nos habían servido cuatro pizzas medianas y, dolidos porque nos pusieron la miel en los labios y después nos tiraron un manguerazo de mierda caliente, apuré de entre mis amarillentos dedos otro cigarrillo y bebí de mi vaso hasta que no pude echar mi cuello más hacia atrás.
— Podíamos pasar el fin de semana en la montaña. Coger unas tiendas de campaña, unas sillas y algo de hierba e ir a ver las estrellas.
Bobby captó enseguida nuestra atención.


— Yo quiero estrenar mi hamaca.  
— Ron se apunta. ¿Tony?.
— No sé colega. Me da miedo estar en la montaña de noche.


Con un gesto dramático, Bobby colocó de una forma totalmente ensayada la palma de la mano izquierda, porque él era zurdo, como yo, sobre su frente,e hizo un ademán de levantarse. Tony frunció el ceño. Seguramente porque estaba demasiado colocado como para distinguir si todo aquello era real. Y, diablos, en algunos momentos yo también lo hacía.


— ¿Miedo a qué? — Concluyó mi gigantesco amigo.
Tenía muchísima sed, pero la conversación se iba a poner interesante y por nada en el mundo me lo
perdería.
— Animales salvajes.
Un grupo de chavales más jóvenes y más sobrios que nosotros habían pegado la oreja a nuestra mesa y se oían las carcajadas desde lejos.
— Animales salvajes — Repitió Bobby, con una sonrisa enorme mientras se acercaba un enorme trozo de pizza, el último de hecho, a la boca.
— Ya sabes. Zorros y esas cosas.


— ¡Pero si el zorro es una puta mierda! Es el Nicholas Cage de los animales salvajes. Si los animales salvajes fuesen un país, el zorro sería Irlanda.
— Para un momento. Sabes que soy irlandés ¿no?, ¿qué pasa contigo, hermano?. ¿Un zorro irlandés? ¡Una puta mierda, tío!. Eres un racista.
— Los irlandeses tienen más en común con los zorros de lo que piensas: los hay por todas partes, comen cualquier mierda y parecen agresivos, pero a la hora de la verdad son inofensivos.
Tony dejó de escuchar tras su berrinche y estaba haciendo el laberinto del mantel de su bandeja.
— Se ve que no te has pegado nunca con un irlandés— Apostillé.


— No sólo te parten la cara sino que luego cantarán sobre ello. Te lo digo por experiencia. Además, yo de ti me guardaría mucho de maldecir a un irlandés en esta ciudad, ya sabes cómo son.


Cuando quise darme cuenta, mis dos colegas estaban uno junto al otro, discutiendo sobre el camino a tomar en el dichoso laberinto, así que yo me levanté, con mi vaso de papel en la mano, y un pitillo a medio encender entre los labios, y me dirigí a rellenar la bebida.


Las zapatillas o el suelo estaban pegajosas, y al andar se escuchaba ese sonido característico y desagradable que me saca totalmente de contexto. No distinguí muy bien entre la cola para pedir pizza y la cola del surtidor de bebida, así que estuve como diez minutos haciendo cola en la fila equivocada.
Cuando recuperé mi rumbo, descubrí con alegría que no había nadie delante de mí para rellenar la bebida.
Apreté una y otra vez el logo de la Coca Cola sin éxito. Moví el vaso.
No funcionó.
´´Maldita sea´´ Pensé. ´´Me muero de sed´´.
— Creo que tienes que empujar una palanca con el vaso, y no apretar el logo.
Una voz amistosa y afable que venía directamente de la cola de la pizza que acababa de abandonar, me hizo ver lo patético que era ver a un hombre ya entrado en los veintipico sin un gramo de amor propio, fumado y desorientado, peleando con una máquina de refrescos.
— Gracias. — Apunté—  Es que a veces soy un poco subnormal.
El amable caballero, un señor ya entrado en los cuarenta, acompañado de su mujer y un par de críos, rompió a reír de una manera un poco forzada, como queriendo suavizar la situación, cosa que tanto yo como su esposa agradecimos.
— ¡No te preocupes, que a mí también me ha pasado! — Dijo efusivamente, mientras agitaba el pelo de la cabeza de uno de sus hijos, que me miraba con atención.


Caminé de vuelta a la mesa, pensando en lo ocurrido. Pensaba también en Layla y en su culo, y me apetecía verla.
Pensé después en Layla y que tendría que hablar con ella y me apetecía menos verla.
Después pensé que una copa no me vendría mal y luego de eso pensé en si los ciervos tienen todos cuernos o sólo los machos o las hembras.
Me senté en mi silla mientras Bobby y Tony discutían aún con el laberinto, que habían resuelto a malas penas, mientras daba vueltas a la situación que acababa de vivir, y concluí:
— Pues tú, otro subnormal.


La parábola del té


Sin apenas darme cuenta, me ví en un garito, llámalo esnob, llámalo veinte dólares por una copa.  Llámalo como quieras pero llámalo esnob también.
Era una especie de discoteca setentera remodelada para darle un aire elegante. Aún conservaba en el centro de la pista, que a pesar de estar amueblada con sobrios muebles de madera con acolchado rojo, seguía siendo una discoteca, una bola de espejos de las que se suelen ver en locales de cuarentones con complejo de Peter Pan. Esos que siguen, semana tras semana, mareando una copa de ron cola y  pidiendo al dj que ´´por favor ponga otra vez la de Nacha Pop´´.  En fin, pasé toda la noche siguiendo con la mirada los dedos del bajista del grupo funk que tocaba en el escenario, mientras asentía sin molestarme en mirar a Layla, que probablemente estaría intentando llenarme la cabeza de esa mierda grandilocuente que siempre sacaba en los momentos adecuados, principalmente cuando más me irritaba su voz cursi y su dichosa forma de gesticular.
— ¿Conoces la fábula del té?.
Necesitaba oírla callar de una puta vez.
— No, no la conozco.
´´Cómo la vas a saber, si eres estúpida´´, dije para mi, mientras con un más que entrenado movimiento de muñeca, apagaba el cigarrillo en el cenicero de la diminuta mesa del garito esnob.
— La leyenda dice que una tarde, Buda, estaba sentado a la sombra de un árbol, enfrascado en un pensamiento muy profundo.


Joder, sólo quiero colocarme y escuchar Blowin´ in the wind hasta desmayarme. ¿Qué hago aquí?.


— Entonces, — prosigo— , dado el grado de concentración en el que estaba, se quedó dormido, y al despertar había perdido el hilo de sus pensamientos.


Layla parecía atenta, mientras yo cogía otro pitillo y miraba de vez en cuando de reojo al bajista, que seguía acariciando los oídos de todo el que pudiese oírlo.


— Buda se enfadó mucho, tanto, que se arrancó los párpados y los enterró bajo el árbol en el que se encontraba, para no volver a dormir jamás, y de esa forma no volver a perder el hilo de sus pensamientos. De ese árbol creció repentinamente el té, que como ya sabes, es excitante.


Layla seguía mirándome, ensimismada, y probablemente retorciéndose en su locura, porque llevaba más de veinticinco segundos sin abrir la boca. Yo dejé de mirarla, porque sabía que ahora tocaba volver a escuchar esa maldita voz.
— ¿Y por qué me cuentas esto?
Sabía exactamente qué era lo único que no tenía que decir si no quería parecer un cretino.
— Tú eres los párpados.


´´Genio´´.
Como era de esperar, se cabreó, y, captando mi mensaje, se fue sin decir una palabra.
Aunque a estas alturas, prefería ser un cretino a escucharla otra vez.
Hice un gesto con los dedos índice y corazón al camarero, con los mismos dedos índice y corazón con los que sujetaba el cigarrillo, cosa que me encantaba, porque me hacía sentir como un verdadero gentleman.


Conforme se acercaba, y siguiendo mi pose de Sinatra, agité con energía el riedel, para que me trajese otra copa.  Moriré solo y borracho y cada día lo tengo más claro.